Nota de opinión por Jorge Luis Maiorano, profesor Emerito USAL, Defensor del Pueblo de la Nacion (m.c) y exministro de Justicia de la Nación.

Estamos ante una situación extraordinaria cuyo saldo desconocemos. Las administraciones públicas de todo el mundo deben dar respuestas proporcionadas y razonables.

Ante esta temible pandemia generada por el Covid-19, los gobiernos de todo el mundo han actuado en la manera en que sus responsables han logrado implementar dentro de sus posibilidades. En algunos casos, ha predominado la salud; en otros, la economía. En cualquier caso, ambas maneras muestran efectos visibles y dolorosos.

Allí están Macron, Conte, Sánchez, Merkel, Trump. Bolsonaro, Johnson… En última instancia, ha sido la administración pública, en sentido orgánico, la que se ha puesto al frente de esas decisiones. Lo que sucede es que no en todos los casos, esa respuesta ha sido dada dentro de los límites de la constitucionalidad o legalidad. Sabemos que desde la perspectiva de la ciencia médica queda mucho aún por descubrir. Dejemos pues en manos de los científicos que develen este misterio; aquí lo que cabe analizar es hasta dónde las medidas de restricción de libertades individuales pueden ejercerse dentro de límites elásticos propios de las facultades discrecionales y cuándo corren el riesgo de llegar a ser arbitrarias.

En este contexto, se están limitando nuestros derechos más esenciales (trabajar, transitar, ejercer el comercio, circular) cuando, en realidad, ese límite siempre estuvo. Aún cuando nunca como ahora lo hemos sentido en la nuca, siempre nos han condicionado, obligado y limitado en el ejercicio de nuestros derechos y libertades. Pero nunca tan cerca como ahora.

En el ejercicio de esas facultades extraordinarias que requiere una emergencia sanitaria como la que atravesamos como humanidad, es muy probable que las autoridades ejecutivas incurran en actos ilegítimos o que violen los Derechos Humanos. Por ello, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos premonitoriamente y de manera muy clara alertó sobre esos desbordes en su Resolución nº 1 del 10 de abril último. Tanto la CIDH como los comunicadores sociales como todos en general, le imputan al “Estado” la responsabilidad de lo que hace o dejar de hacer. Es cierto: siempre el responsable último es el Estado, pero el responsable primero es el gobernante.

¿Es válido hacer referencia promiscua a un Estado ausente o imputarle inacción? ¿Es el “Estado” quien debe cargar con esas culpas y aparecer estigmatizado ante la opinión pública? Mi respuesta clara y contundente es negativa. No es el Estado el ausente, ni el benefactor o perverso; son los funcionarios investidos de poder quienes deben aparecer como responsables ante la opinión pública; de lo contrario, resulta muy sencillo esconderse detrás del Estado (ente ideal, invisible) y así deslindar responsabilidades, que en la práctica es lo que sucede.

Los gobiernos son los verdaderos responsables de la calidad de vida de una sociedad, de su bienestar, de que en esa sociedad impere la justicia, el orden, la seguridad y se cumplan los cometidos para los cuales fue creado el Estado. Los responsables, siempre y en toda ocasión, son los gobernantes con nombre y apellido aquéllos que tienen el poder de decisión y no el Estado que es quien recibe las bofetadas y cuya imagen aparece cuestionada ante la sociedad.

El “Estado” no es de los gobernantes; éstos solo gestionan sus funciones para lograr el bienestar del pueblo; si se identifica Estado y Gobierno se produce una perversa simbiosis que acorta el camino hacia el totalitarismo; a ello se suma una peligrosa tentación: que quien ejerce el Gobierno se apodere del Estado. Pero el uso indiscriminado y promiscuo del término “Estado” sin esa aclaración también acarrea un “daño colateral”; en efecto, no se advierte que, cuestionando indiscriminadamente al Estado, “golpe a golpe” como canta Serrat, se cuestiona su existencia, olvidando que la legitimación cotidiana es una pieza básica para consolidar el Estado de Derecho real al cual todos aspiramos.

Un clásico aforismo del derecho dice: “los hombres pasan, las instituciones quedan”. Mi experiencia personal me ha demostrado que debe agregarse un párrafo esclarecedor: ”Esas instituciones quedarán como las hayan dejado los hombres que pasaron”. Algunas quedarán prestigiadas; otras, descalificadas y desacreditadas. En suma, el problema no son las Instituciones sino los hombres que actúan por ellas y las dejan manchadas o reconocidas.

Estamos ante una situación extraordinaria que sabemos cuándo comenzó pero que no sabemos cuándo terminará, cuál será su saldo, no solo en lo humano sino también en lo económico. La administración pública, con el Poder Ejecutivo a la cabeza, es la organización estatal preparada o dispuesta para dar respuesta a esta emergencia, pero esas respuestas deben ser proporcionadas y razonables, sin afectar a unos en perjuicio de otros, tratando de que su actuación se encauce siempre por la autopista de la legalidad. Para evitar excesos, está la función de control ejercida por los otros poderes del Estado, el Poder Legislativo y por el Poder Judicial cuyas misiones de control son trascendentes. A mayor poder, mayor control y consecuentemente mayor responsabilidad. Sin un adecuado y oportuno control, nunca se hará efectiva la responsabilidad.

f: TN